Testamento

Un poema de Emilia Ayarza (1919-1966)

I

Hijo mío:
Alguien te dirá: «tu madre ha muerto»
y mi muerte vendrá
y nadie pensará en la muerte.
Una tibieza de mano se alzará en tu frente
y por tus ojos de agua y muy adentro
se alzarán mis palabras como estatuas.

Dirás entonces —madre — y tu lengua como espejo
repetirá mi forma.
Tomarás en las manos mis cosas y mis libros
y sentirás en el cuello las cadenas
que se quebraron al llegar la muerte.

Sobre mi mesa un poco de vino ya sin sueño
olvidará entre la copa su potencia de uva defraudada.
Dos cartas, tres desvelos, una muerte,
viajarán por mi lámpara.
Una rosa vendrá desde el aroma
para fijar el amor entre mi nada.
Y estará todo sereno.
(Habrá un murmullo quizás de viento deshojado…)

Abrirás entonces las ventanas.
Un claro novilunio dirá tren, barco o infinito.
Un lento dios irá de mi voz a tu silencio.
Y alguien te recordará:

«tu madre ha muerto»
Y casi árbol mi piel desesperada
hará los besos huyan de las frutas.

Dirás:
«Todo tuvo y nada poseyó.
Soles negros pasaron por sus sienes
oscureciendo la llama de sus bosques.
Anduvo siempre sola entre las multitudes.
Su terrestre piel por las raíces
se adentraba hasta el pecho de los ruiseñores.
Y por la madrugada en el rocío,
hacía su viaje transparente y puro
para poner su llanto entre la hierba».

Pensarás:
«La pálida bahía de su frente…
Sus ojos de sombra más adentro
que la luz de su propio resplandor.
Su nariz, su cuerpo grande,
La risa cromática
Como un collar que se rompiera
Al borde de una escalera de metal».

Y gritarás:
«Elegida del Silencio.
Favorita del caos.
Transeúnte de la nada.
Huésped de un ser desconocido.
Madre que partes de mi carne:
Sólo mi cuerpo morirá tu muerte!»

II

Hijo mío:
Colombia es tu patria.
Te la entrego
cabizbaja en las playas del Atlántico
y abierta y descarnada en la orilla del Pacífico.
Su garganta en el Canal de Panamá;
Sus senos en el pico de Los Andes.
Sus ocrosos flancos del Chocó.
Su cintura en el río Magdalena
y su desesperado ombligo de café.

Tu patria es el sitio de la sangre.
La señora del silencio calibre 32;
la patrona del desahucio y de la reja.

El microbio y la carroña
invaden su piel de orquídea taciturna
y los niños colgados de los árboles
son el fruto tangible de sus bosques.

Cada hombre es un monstruo asalariado.
Un descompuesto aborto de la naturaleza
por cuyo cuerpo corre
la negación en pus de sus arterias.

Te dejo a tu patria sin honor.
Sin apellido.
Llena de campesinos doblados como sauces
al borde de oscuros manantiales.
Con el idioma mutilado
en la redondez de su mejor palabra.

Te la dejo llena de lágrimas
como un cristal cuando llovizna.
Con las sienes en el pecho del hambre
y su cuerpo de platino relativo
deshecho en el fondo de las minas.

Te la dejo con su ejército de boas.
Su asociación de hienas rubicundas.
Su margen de babosas despreciables.

Te dejo el cáncer de las rotativas
que carcome la piel de las palabras.
Los linotipos sin lengua.
Los lingotes en franca carrilera hacia el desván.
El milagro de la voz en el espacio
ensartado en el virus de la antena.

Te dejo las urnas vacías —como úteros malditos—.
El silencio de almacén de catafalcos
que trepa las paredes del senado y de la cámara.
Las esquinas con pobres y cigarros apagados.
Las puertas con hambre. Los patios sin luna.
Las tiendas exclusivas donde venden
—sin estampillar— cadáveres y vino;
y una bota en el mantel de los labriegos
para guardar la sal y los vinagres.

Te dejo también un compañero
un prematuro habitante de la sombra
un hombre-niño con barbas de hollín desvanecido,
y su tesis sobre el sueño en la memoria,
en cuyo pupitre de la universidad
se sienta ahora un vil gusano en traje de parada.

Y un parque con botones de rosa que disparan.
Y un circo con bozal.
Y veinte tardes con kepis.
Las noches donde los luceros
son agentes secretos que rutilan.
Una urbanización donde los árboles
—por no contaminarse—
se trepan llorando de verde al infinito.
Diciembre sobre ametralladoras
anunciando la guerra en las vitrinas.
Y un hospital donde las llagas
escudriñan la conciencia de los hombres.

Te la dejo al amparo del caos
y a la luz de los sables que en la noche
apagan su brillo entre la carne.
Te la dejo con la epopeya del hambre en sus antologías
proyectando a la luz de los faroles
su cuerpo de serpiente desteñida.
Repleta de ese monstruo de garra inextricable
en cuya punta la bestia no termina.
Has de saber que el hambre —hijo mío—
es la primera letra de Colombia
y que su huella de aceite granuloso
invade la blancura de las algodoneras
y el aromoso lino de los platanales.
Todo gira alrededor de su llama estrangulada.
Alrededor de sus tísicos caballos.
Cerca de sus trece verrugas supuradas.
No olvides que el hambre no puede germinar
ya que tu patria es niña-madre
y que su entraña florece cuando el viento
ligeramente le insinúa la flor.
Sus espías están en las alacenas de los bosques.
En la ubre de Barcina, en las garrapatas del cordero Nube.
Los campesinos la enhebran por el ojo de su esperma
los débiles la usan como un color cualquiera,
y en el vientre de los olvidados
crece silvestre su copiosa larva.

El hambre nace en los gatos de cojín,
en el rubí del prestamista
en la úlcera del burgués invertebrado
en la frase —¡Mi pueblo!— con que los políticos
diseñan sus campañas en la sombra
como se esboza un minotauro en la penumbra.
Una perra nos dice qué es el hambre
cuando toma de los hornos crematorios su mensaje
y por sus innumerables pezones lo transmite
dulcemente a su postrer cachorro.

Con desesperación tu patria te reclama.
Desde su ejército de ríos poblados de suicidas
hasta el mar y sus movibles edificios de espuma.
Desde el remordimiento gris de los oscuros
hasta su latifundio de anemias amarillas.
Desde los hospitales donde
cosen los pobres a la muerte,
hasta los postes telegráficos donde el recuerdo
se purifica en el pecho de las golondrinas.
Te necesitan los niños cuando saben
que en la plazuela del pueblo la cabeza del padre en una escarpia,
recoge el nombre de Galán de los escombros.
Te necesitan las aves y las frutas cuando invaden la dulzura de los árboles.

Te necesita la fe para decirte que no tiene pecho que la albergue.
Te necesita la justicia. La salud. La paz.
Te necesitan los libros que no alcancé a escribir,
las patrullas ignorantes con ojos como trompos de cristal,
los callos, las tinieblas, los adobes, las hornillas.
Te necesita todo —en fin— desesperadamente

III

Yo me muero —hijo mío— porque el tiempo
ya no me da su dimensión de toro.
Porque la vida y Colombia se me van de entre las manos
como el tacto de la piel del moribundo.

Porque a los sueños les pusieron pasta.
Y enlataron el júbilo y la risa.
Me voy porque hay que medir con metro las ideas.
Hay que poner en fila hasta las lágrimas.

Hay que aceptar un molde en el aliento
y con tijeras redondear la voz.
Me voy porque rondan los panales y los nidos.
Porque siguen en motocicleta a los gorriones.
Porque los helicópteros taladran con su broca de viento
la memoria del cielo.
Me voy porque el decoro está de bruces en las alcantarillas.
Porque el vecino tiene ahora ángulo facial de mortecino.
Me voy porque a los niños pobres
les clavaron los ojos a los televisores
para que no vieran matar a su maestro.
Porque cada día es más baja la tarifa
para aumentar los archivos de la muerte.

Porque los hombres de talento
los que tuvieron el país entre las manos
—como un pañuelo de percal inglés—
Jugaron en masa a la gallina ciega
Y cruzaron altivos la frontera
Mientras una hemorragia de muertos se escapaba
Por las rotas arterias de la patria!

Me muero porque abrieron mis amigos su kárdex de avalúo.
Porque a la diestra del crimen se sentaron
el galeno, el arquitecto, la odontóloga y el veterinario.
Porque asistió al banquete mi pariente.
Porque en las noches tristemente
el mayordomo y la revendedora
cuentan el tiempo de los barrotes
y se reparten la luna, el hambre y el deseo.
Porque el aire recorre el tórax de los oportunistas
en tanto los pulmones de los hombres derrumbados
renuncian a sus amplios derechos de cometa.

Me voy porque ahora tiene que pagar impuesto
los árboles sencillos,
los ríos obedientes,
la piedra, las hormigas,
la lluvia consecuente,
el gris interminable de los asnos,
las luciérnagas por su vientre iluminado
el sueño mineral de las tortugas
y hasta el clima sexual de las ovejas!

Me voy porque el trapiche renunció
al ladrillo de miel de su panelas.
la sal a su bruñida casta de marmaja.
Los pueblos al derecho de escribir su nombre.
Los hombres del trópico
ya no viven alrededor de los volcanes de la piña
sino entre la ceniza de los paludismos.
Ya no se les ve crecer el pelo sobre el hombro a las mazorcas…
ni bailar a las lechugas con su traje de organdí!

Ahora sólo se palpa el almizcle integral de los jornales.
La mínima sangre del labriego.
El tibio cementerio de los ranchos.
El dudoso bolsillo de los clérigos.
El nocturno capital de los burgueses.
Las casas de pellejo de los médicos.
Los edificios de los abogados
construidos con el margen de las viudas.
Ahora las madres bajo su abultado vientre
llevan solo un cadáver precoz bajo la piel.

El corazón de tus hermanos
ya no es la dulzura en la mitad del pecho.
Se acabaron las diáfanas criaturas
las gentes con el nombre de cristal.
Las calles no volvieron a cantar en las ventanas.
A los loteros y a los lustrabotas
les sellaron con plomo sus Asambleas de esquina.
Y en las casas antiguas —el abuelo—
a la sombra del brevo familiar
doblega en silencio su cabeza blanca,
mientras Colombia en el mapa se desnuda
y le muestra a la América sus llagas!

IV

Hijo mío: mi sueño omnipotente,
mi sempiterna momia irreparable,
hará que tus párpados se crispen
y me nombren más allá de lo que estoy.

Este silencio que tendré en la boca
crecerá por tu voz como un gigante
cuando en los límites de la estratósfera
tu palabra me anuncie ante la tierra
colaborando serena en el plutonio
o decidida en el cuarzo o la marea.

Sentirás cómo mis huesos
con un lustre blanquecino y vítreo
para orientar los pasos de los muertos
abrirán su lámpara en la sombra.
Y pensarás —al contemplar la luz—
en mi pequeña intervención de chispa
cuando mi cuerpo inenarrable y alto
colabore en el pulso de la llama.
Y sabrás que la muerte es el principio.
Que mi oportuna decisión de paz,
no tendrá ya sol que la interrumpa más.
Que el uranio, el protón, los electrones
vendrán desde mi tumba hasta tus bíceps
para que levantes a pulso y distribuyas
la insignificante columna de cristal y espuma
con que la Bomba iluminó a los hombres.

Tu poder hijo-genio, en este siglo
será un monólogo de Dios en el espacio!

 

V

Cuando mi muerte haya colmado de lágrimas tu ojos.
Cuando comience el olvido a ponerte su inicial de niebla.
Cuando se ponga amarillo mi nombre entre las bibliotecas.
En fin, cuando digas —madre— como si dijeras —huracán—
siéntate delante del silencio
y escúchame hijo mío:

Nada, ni nadie debe detenerte!
La tierra es tu imperio y tu palabra
conmoverá la dimensión azul de las montañas, al viento-buey
la anatomía en el sol menor de las cigarras
la humana inclinación de la ballena
y ese temblor que las criaturas
guardan a la orilla de su sangre.
Pasarás largas noches tendido sobre el llanto
para que por tus ojos escape el dolor de tu amigos.
Recuérdame a través de tus venas hinchadas
y pálpame despacio en tu materia.
Cierra los ojos en tanto me extravío
retina adentro hasta el cerebro
y pega tu tímpano a la muerte
para lograr mis arpegios subterráneos.

Dos manos te dejo, hijo mío,
para labrar la tierra y enseñar
que la sangre de los adolescentes
no es vino en las orgías de los hombres de rapiña.
Dos piernas. Un nudo geográfico de arterias
para que invadas los puntos cardinales de tu patria
y execres a los hombres-alacranes
cuando se partan unos a otros las entrañas
y devoren el pan que entre el cadáver
está —como su juventud— sin digerir.

Te dejo también un sexo y un nombre de varón exacto.
Una voz planetaria y un ancho corazón
como un satélite girando alrededor de la ternura.
La mujer, es tu madre y tu hermana en otro cuerpo
y como tal —al acercarte— se dulce hijo, infinitamente dulce.
Y torna su materia, abstracta entre tus dedos.
Mi herencia es haberte hecho varón.
Haber logrado concebirte alto, simple, transparente.
Haberte dado a luz en este siglo
en que cada hombre es un dios omnipotente.

Hijo mío:
para que mi sueño sea blanco bajo el mármol.
Para que entre mi lengua
no escriban los gusanos tu nombre con dolor.
Para que crezca con pudor mi muerte;
sobre la desnuda columna de tu cuerpo;
es decir, para llamarte —hijo—
tiende al espacio una bandera blanca
—como un paracaídas infinito—
y diles a los hombres de la tierra
que en Colombia, la sonrisa de las calaveras
va a silenciar ya su coro entre las tumbas!

La violencia no puede ser política de estado. El gobierno colombiano nos está matando.

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